Allí estaba la inmensa puerta por donde ingresaban los alumnos. Y allí el maestro de pie, recibiendo a los niños. Vestía un traje oscuro, era flaco y ausente, él era Cesar Vallejo.
Lo recibió con cordialidad y lo llevo al salón, asignándole una carpeta. Luego lo integró a otros niños que jugaban diciéndoles:
- Aquí tienen un nuevo compañero. Jueguen con él. Mientras el maestro avanzó nuevamente al portón a dar la bienvenida a los alumnos que llegaban.
Los niños costeños lo rodearon curiosos. Se le acercaron y uno de ellos mirándole detenidamente y viéndole sus mejillas le dijo:
-¡Serrano chaposo! - hecho que causó la risa de todos.
El se sintió avergonzado y se retiró del grupo, deambulando por inmensos corredores y por los distintos patios llenos de bullicios alumnos.
Su profesor había empezado a buscarlo patio por patio y salón por salón. Por fin lo encontró. Lo cogió de la mano y lo condujo a su aula diciéndole:
-¿Qué pasó? ¿Te perdiste?
Ciro Alegría recordaba su mano nervuda, grande y cálida. En algún momento quiso zafarla y el maestro la retuvo.
En el colegio lo que me gustaba mucho del profesor era que nos dejaba contar historias, hablar de las cosas que veíamos cada día.
Cierta vez se interesó grandemente en el relato de las aves de corral de mi casa. Me tuvo toda la hora contando cómo peleaba el pavo con el gallo, la forma en que la pata nadaba con sus crías en el pozo y cosas así. Cuando me callaba ahí estaba él con una pregunta acuciante. Sonreía mirándome con sus ojos brillantes y daba golpecitos con la yema de los dedos, sobre la mesa. Cuando la campana sonó anunciando el recreo me dijo:
"Has contado bien"
Sospecho que ese fue mi primer éxito literario.